Taquería Loros: santuario de cábulas y carnitas

Aníbal Santiago

No leas el pizarrón que en la entrada enumera qué tacos podrían pasar por la guillotina de tus dientes (maciza, surtida, cuero). Tienes hambre, pero calma, lucha un instante contra el vacío de tu vientre y evita aún imaginar las carnitas con cilantro, cebolla, salsa, sal y limón, para observar un objeto en la entrada del local amarillo, junto a donde el taquero Kike rebana el cerdo sobre un tronco que su cuchillo ha ahuecado como si fuera escultor. ¿Qué hay en la entrada? Un banco.

Ese banco, simple banco para sentarse en el acceso a la Taquería Loros, relata una viejísima y fascinante historia de triunfos. Si prestas atención, sus hojas de madera, hace décadas pintadas de verde intenso y encandilante, ahora lucen desgastadas, erosionadas, despintadas, porque durante 40 años ahí han apoyado sus asentaderas miles y miles de clientes, pacientes como monjes tibetanos porque les esperan unos bocados suculentos de México que se disfrutan despacito. En Loros se taquea despaaaaacio, comer es placentero y apacible como admirar un paisaje montañoso.

Cuando ingreses, aguanta la cábula. Un mesero advierte que un güero y su adolescente hija güera se sientan frente a una de las mesitas amarillas (aquí todo es amarillo). Los llamaremos Michael & Mary.

-¿Hablan inglés?

-¿Perdón?-, se desconcierta Michael.

-Que si hablan inglés.

-Pues no mucho.

-Úchala, aquí solo hablamos inglés. Ni modo, a ver si les entiendo-, y carcajeándose oye lo que le ordenan los güeros de rancho chilangos, falsos gringos: costilla y surtida.

Afuera, en la calle, el sol se desploma sobre el pavimento y desparrama sus rayos del infierno. Por eso, otro mesero de mandil amarillo, víctima de los 33 grados centígrados, para sobrevivir abre el refri y extrae una gélida Coca-Cola de vidrio. “Mira, encontré el tesoro perdido”, le dice al taquero Kike. Con destreza hace volar la corcholata y succiona el refresco como beduino que descubre en pleno desierto un helado vaso de agua.

En la taquería Loros cotorrear es tan importante como degustar. ¿Esa es la razón para llamarse como se llama, y para que por todas partes haya loritos, o sea cotorros, de madera y cerámica, colgados, suspendidos, apoyados, con sus plumajes coloridos? Quién sabe. Mires a donde mires se te llenarán las pupilas de esas aves, acomodadas entre altares católicos bajo la frase “bendice mi negocio”, cuadritos de paisajes campestres y fotos de Frida, pintora que adoraba el fundador de la taquería, apodado, cha cha cha chan… Pues “Perico”.

Mientras esperas tus tacos en el número 123 de la calle Museo -de entre 20 y 25 pesitos-, ves que en el salón ocupa un lugar protagónico un lavabo. Arriba de una de las llaves una cartulina avisa: “no sirve, no dar vuelta”. En los límites de San Pablo Tepetlapa y la colonia El Rosario escasean los plomeros, pero por favor no te quejes: ahí tienes la llave izquierda que sí funciona, tu jabón líquido de kiwi y una gran toalla rosa donde han secado sus manos varias generaciones de eruditos degustadores de taquitos.

Está bien todo eso, ¡pero queremos tacos! Calma, ahí vienen. Abundantes, son pura generosidad. A uno de surtida, la güerita Mary le exprime el limón y le echa una de las tres frescas salsas. Salecita y ¡ñam! Dice mmmm cerrando los ojos, como si la grabaran para un comercial de la tele. Su papá se ríe.

-¿Qué tal?-, le pregunta.

Se ve que ella sabe de carnitas:

-El cuerito, suavecito. Carne fresca, tiernita.

Su progenitor Michael emprende la primera dentellada a su taco de costilla con cilantro y cebolla con habanero, y para que la frescura le permita reflexionar da un trago largo a su Victoria: “Delicioso, carne muy magra y doradita”. Y luego saca a su taco una foto con su celular; parece turista de Coyoacán (chance sí es gringo).

Arriba de sus cabezas, un televisor de la época de Jacobo Zabludovsky pasa videos musicales de hace medio siglo con una textura visual borrosa, propia de 1974. “Esa tele tiene dos pixeles”, bromea Mary. La pantalla transmite un billar de mala muerte al borde de la carretera. De traje café, unos Tigres del Norte chavalitos y aún desconocidos cantan “Salieron de San Isidro / procedentes de Tijuana / traían las llantas del carro / repletas de hierba mala / Eran Emilio Varela y Camelia, la texana”.

Michael & Mary disfrutan asombrados esa reliquia de corrido, cuyos acordeones y tarolas viajan por la taquería Loros. De pronto, Michael se levanta, va a donde Kike prepara sus manjares de tortilla de maíz y muy curioso lo encara: “La carne está bien tiernita”. “Así debe ser”, responde Kike. “¿Y cómo le hace?”. “Sazonas la carne con ajo, sal y hierbas de olor. Le agregas leche, cueces en cazo con manteca y lo importante: lumbre ni baja ni alta”. Kike comparte espléndido su sabiduría de hombre de canas.

-¿Y los visita mucha gente de las colonias de esta zona?

-¿Colonias? ¡Vienen de Cancún, de Estados Unidos! Y ahí le va: Carlos Salinas de Gortari era nuestro vecino y venía por sus tacos.

Por favor, rogamos no divulgar este último dato. Queremos que prosiga la adoración a la taquería Loros, santuario de lengua, trompa, oreja, cachete y cualquier maravillosa variedad de la carnita.

 

 

 

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